Las relaciones familiares no son sencillas. Suele haber mucho trasfondo que hace que aparentes nimiedades desaten una guerra entre dos miembros o dos facciones.
Y eso no es lo peor: cuando salta la situación y se sueltan “perlitas” al menos se habla de lo que ha molestado, cada parte se increpa y dice lo que le ha molestado, se puede replicar, resolver malentendidos, comprender el malestar de la otra parte y hasta disculparse por lo hecho o dicho (o no hecho o no dicho), y así, sabemos y podemos actuar. Pero cuando las cosas no se dicen, no se hablan pero duelen, no se puede resolver, ni mejorar a futuro. Posiblemente se perpetúe porque la parte que ha “dañado” quizás ni sabe que lo ha hecho, o la repercusión que ha creado en la otra. De esta manera se mantiene la relación dolorosa o se tiende a evitar, sin entendimiento de este alejamiento por quien, sin saberlo, ha generado malestar o contribuido de alguna manera.
Esto es lo peor, ya que ni se resuelve ni se puede mantener una relación sana. Y genera mucha impotencia en la parte que, queriendo tener buena relación, no comprende qué sucede, que aleja sin remedio a alguien que no dice qué le ocurre o incluso niega que le pase algo, pero la relación evidencia una falta de ganas de estar juntos.
Y es que, ¿quién quiere estar al lado de alguien que te hace sentir mal?
Pues la respuesta no es sencilla, porque queremos tener relación con “esa” persona, pero no de la manera que nos daña. Sólo que no hay forma de tenerla como sería deseable. No sin esfuerzo dirigido. Y para eso hay que comprender ciertas cosas, aceptar otras, y modificar patrones establecidos hace mucho (a veces son heredados de varias generaciones atrás). Y dejarlas atrás para sanar supone romper tradiciones y esquemas familiares no conscientes, que podría abrir otras heridas, faltar a ciertas “lealtades familiares” que amenacen con romper la relación si no siguen los preceptos tácitos o especificados, con lo que la elección no suele ser fácil. ¿Con qué malestar somos más capaces de lidiar?
En este sentido, efectivamente, muchas veces haya que valorar bien lo que más necesitamos y los daños actuales, pasados y sobretodo, futuros a los que vamos a enfrentarnos si elegimos mantener la relación como está o buscamos salir de esa dinámica perjudicial.
Lo mejor sería que ambas partes participaran en el intento de mejora, pues así lo hacen en su relación actual insatisfactoria. El nivel de contribución no siempre es equitativo, pero si un miembro hace cambios, el otro se ve forzado a reaccionar diferente porque ya no recibe la misma conducta de inicio. Evidentemente, si los dos reman en el mismo sentido, es más rápido y fácil. Esto no garantiza el resultado, y hay muchos factores que pueden facilitar o dificultar el éxito en unos casos y no en otros.
En último caso, cuando sólo una parte está dispuesta a resolver la problemática, o es siquiera consciente de ella, siempre puede hacer cambios unilateralmente. Eso sí, requiere tener el objetivo claro y pautas adecuadas, expectativas realistas, paciencia y mucho “amor propio”, es decir, respetarse y quererse suficiente para aceptar algunas pérdidas y/o incomodidades en el camino a estar mejor (que no siempre acaba con sanar esa relación enferma, pero sí lograr el bienestar emocional).
Por tanto, debemos ser conscientes de qué pasa y qué necesitamos, y así identificar qué está faltando o siendo inadecuado, y poder enfocarnos en conseguir lo que verdaderamente necesitamos, siendo realistas y respetuosos con las necesidades y circunstancias de la otra parte, que puede no estar preparada todavía (o no lograrlo nunca) de entender la situación como problemática, o su contribución en ella, o no verse capaz de gestionar de otra manera sus emociones y relaciones (algunas veces la negación de la problemática es un recurso útil pues no manejan, o no es posible, los que resolverían la situación).
Esto es aplicable a relaciones de pareja y relaciones familiares.